lunes, 22 de marzo de 2010

Nº 52 - Otoño 2019

Stella Marís Bertinelli de Ingolotti  

Una parte de mi, con ella

Pan y leche, digo. Y fruta. Le alcanzo la bolsa y el rollito de dinero. Mi vecina dice que le pague más tarde. Me estafará, luego, lo sé; pero qué voy a decir si me hace un favor.

El sol de diciembre afuera. Atravieso el corredor en penumbras, las piezas, el olor a humedad, a Español, y a orines. Paso a su lado y la miro.
Duerme; igual escucho que me llama. Su voz, prendida a mis oídos, se desgarra. Retrocedo. Está echada de lado, los ojos semicerrados fijos en un punto. Quiero ir al baño, dice. Me inclino y la tomo por debajo de los brazos. El cuerpo como pegado al colchón. Ayúdame, digo. Con esfuerzo logro levantarla, la arrastro hasta el baño. No te ganas, dice. Te dejo sola y vas a poder, digo. Estiro las sábanas que no alcanzarán a enfriarse, y vuelvo. Muy bien, digo comienzo a higienizarla: mis manos ultrajan su cuerpo. Me lastimás, dice. Hay que lavarse, hace calor, m voz suena impersonal, ajena. Si hace calor, repite. Es diciembre, digo. Y al decirlo pienso en las compras para Navidad, en los regalos; eso no se lo puedo encargar a mi vecina.
La peino, pero ya no estoy con ella sino en un inmenso salón iluminado, una perspectiva de color, de olores mezclados; de cintas rojas y verdes que cuelgan del techo anunciando la Navidad; la gente se saluda, está feliz.
Rodolfo, el reno, sale por los altoparlantes y me arrastra entre las góndolas rebosantes de garrapiñadas, almendras, turrones, olores dulces. Se me hace agua la boca.
Lleváme, dice. Y la a arrastro de regreso. Te voy a sentar un ratito en la silla, digo, después tomás la pastilla. La séptima, y son las once y veinte.
Las luces regresan, las palabras entrecruzadas y las risas. Los chicos corren trepados a los changos; algunos sentados a horcajadas como muñecos bajados de las góndolas. Eso es vivir, empujar el chango y llenarlo de mercadería, chocar contra otro chango, reír sin complejos, Resulta divertido ver la sorpresa en las caras cuando alguien se equivoca de chango. Las madres empujan. Yo empujo. Empujo la silla de ruedas y me detengo frente a la cristalera que da al jardín. Intérname, dice. En algún lugar mío se suelta el último resorte. Cómo, pregunto... Nada, responde y fija la mirada en algún lugar.
La dejo, preparo su comida y, de tanto en tanto, me acerco en puntas de pie.
Con la cabeza un poco ladeada, dormita.
El timbre. Mi vecina m entrega la bolsa y dice: treinta pesos. Volvió a quedarse con el vuelto, le pago y sólo digo, gracias. El sol más alto, más alegre afuera. Me acerco a ella con el plato, la carne en fibras. Abre los ojos un instante antes, esboza una sonrisa y me la dedica. Con el pañuelo apretado en el puño y limpia la ababa que escurre. A comer, digo y trato de sonreír. Separa los labios todo lo que el Parkinson le permite, y le acerco la carne. Una, dos, tres veces. Me hace seña que espera, me pide agua. Apenas moja los labios, y cuando intento que coma otro bocado, niega con la cabeza. Insisto y vuelve a negar. Otra vez se limpia la baba. Eras tan linda, mi nena, dice. Y ahora, no soy linda, pregunto. Ahora sos grande, responde y deja caer una lágrima.
Ahora vos, sos mi nena, digo. Si, una nena que da mucho trabajo. No, mamá, digo y un dolor grande me llena el pecho al comprender que ella comprende y que. Llevo a la cocina el plato y regreso. Me siento junto a ella. Querés volver a la cama, pregunto. No, quiero que me internes. No puedo contener el llanto y la dejo sola. Busco un bolso y lo lleno con su ropa.
Mamá, voy a cambiarte, digo . Para qué, así estoy bien, responde.
Vamos a salir, te voy a poner el vestido azul. Es caluroso, dice. No importa, le contesto y empujo la silla. La baño y la perfumo; me duele en la espalda, en los tobillos, en las muñecas. Es pesada y no colabora. Me arrepiento al pensarlo.
Al fin termino, me miro en el espejo y no me reconozco: el agobio en la frente, a ambos lados de la boca, en los cabellos secos. Hago lo que puedo por mí y empujo la silla hasta la puerta, bajo el cordón. Empujo. Dónde vamos, pregunta. De compras. Qué lindo, dice y seguimos cegadas por el sol de diciembre.
Los bebes sonríen, la lengua fuera de la boca, la baba. Dan un brinco y a cabeza cuelga hacía un costado. Las madres parecen orgullosas, de qué.
Empujo la silla de ruedas, ella trata de aquietar las manos sobre su regazo, los hombros caídos, la boca desdentada. Ese, y el otro lugar, el que niego; el que no me atrevo a nombrar; al que me acerco. La silla se hace más pesada, como si de mis piernas colgaran cadenas; mis ojos, entre góndolas y changuitos.
Los niños, condensados en la luz de la siesta, estiran las manos, con esa expresión cada vez más estúpida, sentados en sus carritos, carros, sillas, sillas de ruedas decrépitas, longevas y esa idea que no se aparta. Fragmentos errantes que toman forma; acabo de llegar. Detengo la silla frente a la reja y oprimo el timbre. Hay lugar, pregunto. Pase, el Director la va a tender, el rechinar de la reja, empujo la silla y entro.
La mano del Director en mi mano. Acompáñeme, dice. Dejo la silla en medio de la sala y lo sigo. El Director me habla del lugar, de lo mejor para ella; no logro escucharlo. Vuelvo sobre mis pasos y lo observo. Los gestos se le escapan y sus manos extendidas `parecen amasar el vacío.
No queda tiempo, me digo. Completo la solicitud y pago. Ya a su lado le acaricio los cabellos rasos, me asomo a sus ojos embelesados en algún punto del techo, y beso una sonrisa que no termina de ser.
El rechinar de la reja, el sosiego en mis espalda. Rodolfo, el reno, detiene el trineo y me invita a acompañarlo con un imperceptible movimiento de hocico. No es posible, digo y lo dejo partir.
Camino entre las acacias que descomponen el sol de la tarde, y me alejo vestida de luto hasta el alma; una parte de mí con ella.

2ª Mención Narrativa: Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"


Quilmes. Buenos Aires (Argentina)
Contacto:
stellabertinelli@yahoo.com.ar


Cristina Castello


Jorge Luis Borges: la palabra universal
¿Un ciego con luz, o un lúcido enceguecido
?


«Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed»
J. L. Borges, de «El Inmortal


Jorge Luis Borges es una metáfora de sí mismo. Es uno de los escritores más destacados del siglo XX y un emblema de su patria argentina, donde todos lo nombran pero pocos lo leyeron. Niño prodigio, vivió su infancia vestido de niña por su madre, quien lo llamaba «inútil» e «infeliz».

Su erudición tiene pocos parangones. ¿Fue tan lúcido para descubrir la sacralidad de la vida, como para escribir? ¿O la lucidez dañó esa parte del espíritu donde está escrito que nada de lo humano debería ser extraño?

Pocos artistas son tan amados y aborrecidos. Y se comprende: los versos de Borges son sagrados, pero su boca fue incontinente. Calificó a Federico García Lorca, como un «poeta menor», y de la misma forma honró a los vates de la Generación del XXVII española; no se privó de críticas a Julio Cortázar; de Cien años de soledad, de García Márquez dijo: «Lindo título, ¿no?». Fue implacable con Charles Baudelaire, se ensañó con Pierre Corneille –autor de «El Cid»– y con Isidore Ducasse (el Comte de Lautréamont).

Más: al ritmo de cada sorbo de su té inglés calificó a Arthur Rimbaud como «un artista en busca de experiencias que nunca logró», y criticó salvajemente a André Breton, potencia de imaginación y poesía; y, aunque nacido en las pampas, su anglofilia era tan fuerte como su franco fobia (Juan José Saer dixit). Demasiado, Mister George.

Su sed, su sed eterna. Este 24 de agosto, se cumplen 110 años de su nacimiento, y la pregunta de siempre sigue en pie: ¿Tuvo sed de poesía, o, también –y sobre todo– de sentirse amado por una mujer? Él, la pluma universal, tuvo amores imposibles y sufrió como los personajes de las novelas más vulgares, que despreciaba. Hasta que llegó su cauce: María Kodama, con quien tuvo una unión en el misterio.

Mente prodigiosa, en «El jardín de los senderos que se bifurcan», propuso –sin saberlo– una repuesta a un problema de la física cuántica. Y toda su vasta obra fue un hito, como disparador de la fantasía de lectores y gentes de letras.

A la par, si bien en su momento condenó a Adolfo Hitler y a Benito Mussolini, después hizo loas de autores de crímenes de lesa humanidad: Francisco Franco, Jorge Rafael Videla y Pinochet, entre otros. Asesinos, condenados en tal condición por la Justicia.

Más que por otros poetas, se sintió marcado por el enorme Walt Whitman. Pero, ¿qué asimiló de él? La palabra de Whitman se batía por la libertad de los pueblos y la dignidad humana; la palabra hablada de Borges defendía –también– la invasión-masacre norteamericana en Vietnam.

Su obra de ficción, plena de ironía, es sobria y precisa pero, en general, tiene una gran distancia con la vida viviente, como si lo que escribía hubiera pasado por su cerebro y no por su sangre; está plena de símbolos, de metáforas tan ricas como poco comprensibles para la mayoría; tiene un sentido metafísico, y muchas veces intensamente lúdico. «Historia universal de la infamia» y «El Aleph», entre otras, son piezas maestras del siglo XX.

Borges fue uno de sus espejos de tinta. Un acertijo. Una suerte de estatua de sí mismo, un monumento, un ser sin piel, por cuyos poros asomaba su inteligencia. Pero en la poesía que escribió asoman sus venas terrenales, irremediablemente: [...] Sin que nadie lo supiera, ni el espejo, /ha llorado unas lágrimas humanas. /No puede sospechar que conmemoran /todas las cosas que merecen lágrimas (de «La cifra»).

La poesía es una voz: la vida viva. Ni siquiera este hombre de la esquina rosada, pudo esconderse tras los muros de cristal del poema. El poema no tiene tapias: es revelador.

La hora de la espada: Borges, Pinochet y Videla

Amaba la música de Pink Floyd, de Los Beatles, de los Rolling Stones y de Brahms. Adoraba a «Bepo», su gato. Mientras, aplaudía al gobierno que hizo desaparecer a 30.000 personas –luego de torturas satánicas–, durante el golpe de Estado de 1976 en Argentina. Abrazado a su gato, Borges reclamó públicamente «cien años de dictadura militar».

«Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno», dijo en mayo de aquel año. Se refería a la reunión que mantuvo con el genocida Jorge Rafael Videla, primer presidente de facto de aquella etapa; había asistido, presuroso, con Ernesto Sábato, quien fue después defensor de los derechos humanos: los rictus de la vida.

El tiempo hizo su juego y en1980, con o sin el gato «Bepo», recibió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, gesto en el cual –aunque ella lo niega, discreta– hay una influencia evidente de María Kodama. Entonces se mostró conmovido, y hasta indignado con los militares asesinos; y reiteró esa conducta cuando, ya en democracia, se juzgó a los desaparecedores de seres humanos: recién en ese momento quiso enterarse de los suplicios y muertes sufridos por sus congéneres, y escribió una crónica para la agencia EFE. ¿Había despertado por fin su lucidez para la fraternidad? Ojalá.

Pero las palabras son una suelta de pájaros: imposible remontarlas cuando vuelan a voluntad del viento. ¿En cuántas personas influyeron sus primeras declaraciones? ¿Cuántas, sin pensamiento propio, repitieron los conceptos del poeta sólo porque «lo dijo Borges»?

Paseó entre laberintos, espejos, libros de arena, ruinas circulares y bibliotecas de Babel. Cultivadísimo –es una de las más grandes glorias mundiales de la literatura– se fue de este planeta el 14 de junio de 1986, siempre en espera del Nobel. La condecoración que, orgulloso, había recibido de las manos con sangre de Augusto Pinochet, fue un escollo insalvable para el premio. Aquel día se alborozó con su flamante doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y enarboló la hora de la espada. La hora de la espada, el discurso reaccionario de Leopoldo Lugones, quien –con esas palabras– avalaba la siembra de muerte de los futuros golpes de Estado.

Borges fue Borges, ni más ni menos, a pesar de haberse definido como anarquista. A los 17 había sido tildado de comunista, con la prohibición de entrar a Norteamérica. En realidad, sólo había tenido un enamoramiento adolescente de la Revolución Rusa, fuente de inspiración para el poemario «Los salmos rojos», que destruyó tres años después. Sólo se publicaron los versos de la poesía que da título al libro, en la revista «Grecia», en un periódico de España y en otro de Ginebra.

De su pecado de juventud sólo queda esa huella, y las cenizas de tantas estrofas incendiadas.

En 1983 anunció su suicidio en el diario La Nación, en el relato «Agosto 25, 1983». Por cierto que no se quitó la vida; y justificó haber jugado con las palabras y con la opinión pública, en su cobardía para auto inmolarse. ¿Buscaba con sus actitudes, la fama y el espacio que su país le negaba como escritor? ¿Era un exquisito provocador?

Lúdico, me dijo en una entrevista que el deporte que más le gustaba era la riña de gallos; y con su proverbial ironía bajo el aspecto de ingenuidad, se preguntaba por qué en el fútbol 22 hombres corren detrás de una pelota, en lugar de comprar 22 pelotas.

Se jactaba de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud. Pero aquello no duró más que un instante: su droga dura fueron los caramelos de menta, y su devoción, la merluza hervida.

Travieso, guardaba billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su Paraíso: la biblioteca. A pesar de no haber creído en ningún dios, antes de morir rezó el «Padre Nuestro», porque así lo había dictaminado muchos años antes, su madre. Doña Leonor Acevedo seguía rigiendo el destino del hijo –el «inútil» e «infeliz»–, obediente hasta el último soplo, que exhaló el 14 de junio del ’86.

«Me duele una mujer en todo el cuerpo»

Su padre lo llevó a un prostíbulo en Ginebra, para que ejerciera por primera vez como varón; y desde entonces, el amor le fue una frustración. Muy amigo de Adolfo Bioy Casares, escritor y caballero excelso y de una personalidad fuertemente seductora, Borges vivía a través suyo, lo que la vida no le daba: la pasión de una dama. Se sentía el patito feo.

El nombre de una mujer recorrió el mundo en los versos borgianos: «Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». Matilde no existió jamás: era el personaje de una novela ignota y de baja calidad, a quien él dio entidad universal con su estrofa.

La soledad puede ser una telaraña.

A Elsa Astete Millán, su primera esposa, la conoció en 1931, cuando él tenía 32. La relación fue terrible: sin amor, sin pasión, sin interés de ninguno de los dos por el otro. Ella se enamoró de Ricardo Albarracín Sarmiento, dejó al poeta ciego y amante de las espadas, y se casó con el candidato nuevo. Sólo después de decenios, Elsa relató aquel fracaso, sin mucha elocuencia:

―«No se dio», contó, apenas.

―«Sólo la esperaba a ella», gimió el poeta a modo de narración.

Para mitigar la espera, Borges se enamoró de Estela Canto –quien jamás lo amó–, de Silvina Bullrich, de María Esther Vásquez, y más.

Y llegó 1965 –habían pasado más de treinta años– y el reencuentro con Elsa. Él ya estaba casi ciego, tenía 68 años y ella 57. Sin que le importara su agnosticismo, se casaron por iglesia: por amor, todo podía sacrificarse. Al menos eso creyó.

Doña Leonor Acevedo había influido una vez más: ―«¿Cada noche de su vida, antes de acostarse, miraba tu foto», dijo a su futura nuera.

El matrimonio se terminó después de tres años, en 1970. Georgie se cansó: sin una palabra, salió de la casa conyugal y no volvió jamás. Unos meses después, mientras paseaba con su sobrino por la calle Florida de Buenos Aires, Elsa Astete Millán se cruzó con el escritor y lo saludó:

―«¿Quién es? », preguntó el poeta, ya totalmente ciego. ―«Es Elsa, tío», fue la respuesta

―«¿Y quién es Elsa?», repreguntó Borges.

Enterraba el amor, ¿el amor? ¿Fue Millán la pasión que le hizo escribir me duele una mujer en todo el cuerpo? Todo hace pensar que no, pero... Qui sait?

Alcanzó la fama recién en la antesala de la vejez, a pesar de haber comenzado su vida literaria como un superdotado. A los siete años había escrito en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, el cuento «La visera fatal», inspirado en un episodio del Quijote; y a los nueve tradujo del inglés «El príncipe feliz» de Oscar Wilde.

Su obra incluye cuentos, ensayos y poesía. Fue un innovador, abrió senderos. No hay que olvidar que dos de las grandes revoluciones de la lengua castellana, tuvieron su origen en la América morena: una fue la de Rubén Darío y el modernismo; y la otra, la de Borges, a partir del cambio que impuso a la narrativa. Además, hizo guiones de cine, crítica literaria y prólogos; escribió en colaboración con otros escritores, y tradujo obras del inglés, francés, alemán, anglosajón y escandinavo antiguo.

Era como Leonardo da Vinci, complejísimo y lleno de matices, con inteligencia fascinante e imaginación enorme. ¿Era como el genio da Vinci? Así lo siente María Kodama. Cultivadísima, escritora e incansable cancerbero de la obra del Maestro, ella amaba tanto «su rostro de conejo» como verlo reír tal «un cachorro de tigre al sol».

«Ulrica», según él la llamaba –nombre nórdico que quiere decir «Osita»–, escuchó por primera vez un poema del que sería su esposo, cuando tenía cinco años; lo conoció a los 12 y la relación amorosa empezó a finales de los’60, pero se hizo exclusiva, desde el adiós a Elsa. «Osita» fue también un gran soporte de la actividad literaria y personal de Borges, lo ayudó en la dirección de su colección «Biblioteca personal»; y escribieron juntos, en colaboración, «Breve antología anglosajona» y «Atlas».

Fue desenfadada, fresca y espontánea con el Maestro: a pesar de su juventud, le discutía cosas que podrían haber parecido una insolencia y que, sin embargo, a Georgie le gustaban y divertían. Y así la disfrutó: libre como un animal en la selva, según ella se define, a costa de ser prisionera de su libertad.

María fue los ojos a través de los cuales Borges descubrió geografías, amaneceres y obras de arte presentidas pero vedadas para sus pupilas en penumbras. Hoy, el poeta descansa –por su elección– en el cementerio Plainpalais (Ginebra), cerca de donde había tenido su primera experiencia sexual, en aquel prostíbulo. Vaya coincidencia.

Y tantos amores frustrados, y tantos versos, y dos esposas, tan diferentes.

Elsa le había dicho:

-«Georgie, aprovecha tu cuarto de hora; hoy estás en el candelero, pero dentro de dos o tres años nadie se acordará de vos».

María lo acompañó hasta el final y hoy recorre el mundo, para mantener vigente y hacer crecer la obra del poeta. Y no le debe de ser fácil: no es sencillo tener talento y ser la viuda de un grande, en un país como Argentina, donde tantos quieren apropiarse del alma del Maestro. ¿La amó? Nadie puede saberlo, el corazón del hombre es insondable, aún para sí mismo.

«Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. / Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines de Oriente y de Occidente, cuánto Virgilio», le escribió, entre tantos versos. Es como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor, dijo de su mujer.

«Y que nadie temiera», está grabado en la tumba de Jorge Luis Borges, un grande de las letras y un poeta sin compromiso con la vida humana. Sediento, lúdico, incontinente verbal, brillante, desamparado, a veces un niño. En los días anteriores a su muerte, contaba a su esposa de los caramelos «toffie» que le compraba su abuela, hablaban de literatura y estudiaban árabe.

¿Fue un hombre ciego pero con la lucidez a flor de alma, o la luz del conocimiento lo encegueció? «Debo justificar lo que me hiere. /No importa mi ventura o mi desventura. /Soy el poeta», había escrito.

Quizás sea la mejor sentencia y la única conclusión.


es poeta y periodista, bilingüe (español-francés) y vive entre Buenos Aires y París.
Contacto:
info@cristinacastello.com


José Luís Fransinetti

Retro de la nostalgia


"Desde el umbral de un sueño me llamaron
Era la buena voz, la voz querida"
Antonio Machado



Canta la tarde henchida de jilgueros.
Piacenza. Pietro triste. Canzoneta.
Un sueño azul columpia en la glorieta
y el campo tañe en solo de boyeros.

Violín. Churrinche en fa. Los postrimeros
vuelos en fuga de la tijereta.
El nono viene y va. Su sombra inquieta
azula el alma gris de los senderos.

Un río en arrebol es el poniente.
El rancho, tordo negro en la enramada,
desvela en grillerío su sordina

El surco aviva un sueño de simiente.
Y el alma vuela al sur – canción alada-
en un ebrio bemol de cinacina.


II

Duele la tarde, diapasón sonoro,
en la campiña roja de los trinos.
Allende el mar; la aldea, los cetrinos
zarzales del ayer, el vino de oro.

Tejes tu sueño.En desvelado coro,
trama el jilguero en sed de otro caminos
la fuga a la nostalgia, a esos destinos
donde la voz retoña lo que añoro.

Piacenza azul de trinos y parrales.
Arcón lejano – sombra y elegía-,
Nono triste del alba, sombra ignota.

Un adagio de tordo y poesía
añeja en el bemol de los zorzales
el vino dulce de la tarde rota.


1ª Mención Poesía : Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"


General Belgrano . Buenos Aires (Argentina)
Contacto:
joseluisfransinetti@yahoo.com.ar


El poder que duele

Ya puedes respirar sin mí
descolgarte del alero de mi pecho, otrora tibio
transitar el incurable sendero de mis dolientes úlceras
y mecerte en el laberinto de mis arterias carmesí
salpicadas de ausencias, de sangre y de nostalgias.

Ya puedes volar sin mí
respirar por mi garganta los genes violetas
jugar con éxtasis de la risa emancipada
y olvidar mi dorso débil
como las sombras tiesas de los árboles perennes.

Ya puedes respirar y volar
pero festejemos las semillas y los partos
el aroma de la nata y de los pájaros
hagamos un culto de palabras y sentidos
para fortalecer el musgo y el lecho
donde divagamos.


3ª Mención Poesía : Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"

Pergamino,. Buenos (Argentina)
Contacto: gretamama@hotmail.com

Elbis Gilardi

Un tiempo que encoge

Se encogió tanto que lograban bañarla en el lavabo. Los pies eran la réplica de un suspiro, las manos sólo se percibían porque intentaban tomar los pulgares de quienes la bañaban.
Ella había imaginado sus tiempos, caían en madejas al sillón de mimbre, antes, cuando todavía podía recogerlos y armar barriletes de recuerdos para ponerlos sobre el fuego del hogar y traducir sus soledades.

Se volvió a encoger algunos centímetros, había que cuidar a que su cuerpo no resbalara por esa fuente de porcelana. Su cuerpo terminaba en un triángulo de piel seca. Cada vez era más etérea. La enfermedad la había fagocitado lentamente. De sus ojos quedaba la luz que interpone a la mañana entre el iris y la distancia. Tantas atrocidades había visto por ellos. Creyeron percibir una sonrisa que se escabulló por las dos burbujas que la sostenían de la cintura.

Se volvió a encoger, ya no sabían cómo tomarla. Sintieron el aleteo de un pájaro invisible sobre los hombros. Cuando volvieron la mirada al lavabo ya no estaba. Una bandada de golondrinas – poco comunes en estos lugares- se disputaba un trozo enhiesto de aire humano
.
3ª Mención Narrativa : Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"

Brinkmann . Córdoba (Argentina)
Contacto:
elbisgilardi@brinet.com.ar

María Marrodán Gironés

El poder de una palabra


¡Cómo pueden destruir las palabras!
Hacerte bajar a los infiernos,
ser la mortaja de la muerte,
el amuleto de un dios venido a menos.

Un interrogación en la penumbra.
Un tren sin estaciones.
Una estrella sin cielo, un camino
sin trayecto ni final. La s horas vacuas
en el reloj de la sonrisa. Hielo
en manos del poeta.
Un alba sin futuro, una novia sin altar.

¡Cómo pueden alzar unas palabras!
Hacerte creer en la fe que no profesas,
la suerte que no tienes,
las verdades a medias.

Percibir la muerte como un paso,
imaginar la vida como una coartada,
iluminar un gesto,
enamorar a una lágrima
redimir un pecado.

Qué desolador, fatuo, mordaz, bendito
poder tienen las palabras.

Como te aman y te matan, y, a menudo,
una sola nos basta para ello.

2ª Mención Poesía : Certamen Literario “Pueblos Ranqueles 2009"

Logroño (La Rioja) España
Contacto:
maríamarrodan@hotmail.com

Elio Bernabé Piñero

Delicia

Lucas González tiene menos de quince mil habitantes y es difícil, saliendo del pueblo, precisar dónde deja de ser pueblo y se convierte definitivamente en campo. Cosas de la soja: verdear cualquier pedacito de tierra disponible.
Doce kilómetros hacía el norte de Lucas, como yendo para Maciá por la ruta doce, un estrecho camino de tierra se desprende a noventa grados de la carretera, se interna media legua en el yuyo y desemboca enla tranquera de La Mansita, una propiedad de ciento ochenta hectáreas sojeras, antaño vaqueras.
En la cocina de la casa, ahora que el estrépito de los pájaros anuncia la claridad de abril, Delicia prepara científicamente el mate amargo dejando hinchar la yerba como Dios manda, agregando carqueja al agua para el hígado del patrón y unas hojas de malva para sus propias hemorroides.
Hace poco cambiaron el viejo Ericsson gris de la Compañía Entrerriana de Teléfonos por un inalámbrico, y ella no se acostumbra aún. La melodía boba zumba cuatro veces hasta que la reconoce y atiende. Está adiestrada para no darse a conocer antes que el otro.
-Hola – dice, escucha unos diez segundos y se revela – yo soy la empleada del patrón. Él está descansando, todavía.
Otros diez segundos y se larga a caminar sujetando fuerte el aparato, hacia el pasillo que conduce a los cuartos. Se detiene ante una puerta de madera maciza, golpea con los nudillos y abre. Se acerca a la cama, extiende la mano con el teléfono.
El viejo reacciona rápido. Incorpora el torso amplio, aún robusto, recibe el aparato y agita la mano con gesto de impaciencia, ahuyentándola.


Abre la canilla de agua fría, deja caer un chorrito sobre el hueco de la bombilla. Chupa y escupe, ceba y escupe, repite la acción con agua caliente. Lleva mate y pava a la mesa, busca el cuchillo de cortar pan, troncha rebanadas de una hogaza y les esparce mermelada de higo, buena para el asma, la constipación.
El patrón es un relojito. Delicia lo sabe bien. Nunca más de diez minutos separan el despertar de la irrupción perfumada de la cocina, blanco yuyo matinal amansado con glostora, traza imponente de viejo toro recién bañado.
Desayunan sin palabras, como siempre, los pájaros en la arboleda celebrando la tenue luz, atosigando el murmullo de radio Victoria.
- Me acaban de llamar del juzgado. Me dicen que viene la policía – dice de pronto él, descargando el puño sobre la añeja mesa de algarrobo.
Ella abre los ojos negros así de grandes e intenta asimilar, darle entidad a los fonemas juzgado y policía.
-¿Es por la causa?
-Es porque la justicia se llenó de zurdos. No tendríamos que haber dejado ni uno, ese fue el error. ¿Y qué quieren ahora? ¿Me podés decir que mierda quieren?
- Pero no lo vendrán a meter preso…
- Me voy a subir un rato al tanque viejo, no va a pasar nada. Ya me dijeron que van a revisar la casa y un poco alrededor, como para cumplir. Vas a decir que me fui a Uruguay, a lo de mi hermana. Si siguen rompiendo las pelotas me voy en serio, ya estoy grandecito para vivir escondido.
-Le voy a preparar una botella de agua y una rodajas de pan, no sé si va a querer algo más…
-Los cigarrillos y la radio chiquita, espero que tenga pilas. Pan no, si es un ratito.
-Tiene pilas nuevas. Las cambiamos cunado volvió de cazar, la última vez.
Mientras el viejo se ausenta para ir de cuerpo Delicia pone el suyo frente al destino, y va acomodando las cosas en un raído morral del Ejército Argentino – marchito verde oliva, desdibujada escarapela. Recuerda el remedio para el corazón, ataja al patrón cuando regresa alivianado:
- No se me olvide la pastillita, no vaya a ser que le quiera falla el bobo.


Salen des la casa, atraviesan la galería de lajas, se internan en el césped empapado de rocío.
Caminan veinte metros hasta la torre cuyo cubo superior supo ser el tanque de agua del casco, hasta que un problema de napas lo dejara inoperante.
Trasponen el vano sin puerta e ingresan a la planta baja, donde se acumulan los viejos postes, partes de máquinas desahuciadas y un interesante ecosistema de hongos, insectos y roedores.
Adosada a una de las paredes, la escalera marinera se eleva unos doce metros hasta la tapa esclusa de la losa. Antes de subir el viejo la ahuyenta de nuevo, y esta vez ella acepta con gusto alejarse de tanto bicho.
Como si hubieran estado esperando que el coronel se oculte, un destartalado duna de la policía y un cuatrocientos cinco de la justicia se detiene frente a la entrada, exhiben la orden del juez federal, escuchan a Delicia y fingen creerle. También fingen revisar la casa sin resultados y se van por donde vinieron: el camino de tierra, la doce angosta y ondulada hasta Paraná, sede del juzgado donde se tramita una causa por sustracción de menores cometida hace treinta años – delito que no prescribe por considerárselo de lesa humanidad.
En el interior del coche judicial, un mequetrefe de escritorio se atreve a mencionar las claras huellas en el césped, dos pares en dirección al tanque, sólo un par en dirección contraria.
El corpulento cincuentón sentado a su izquierda lo felicita por la perspicacia y le aplica un buen codazo en las costillas. A su derecha un anciano calvo, con pinta de chucho garronero, explica:
-Lo van a pescar igual. Están viendo qué le pueden sacar antes.


Entretanto en la antigua cisterna, doce metros por encima del campo, el coronel gira frenético sobre su propio eje, revoleando el talego, mientras parece zapatear un malambo demente. Pretende con esa conducta, sin conseguirlo del todo, espantar a las ratas que desean examinar al forastero y a los murciélagos que aletean por decenas a su alrededor. El terror se hace patente, casi palpable, cuando registra en sus pantorrillas el cosquilleo inconfundible de insectos circulando pierna arriba. Interrumpe zapateo y revoleo, arquea la espalda para ocuparse de los bichos más se lo impide un bruto ataque de tos provocado por el polvo suspendido, fino como talco, tan orgánico como mineral.
Tose y tose y ya no sabe qué mierda le camina por las patas, los muslos, la entrepierna. Un rayo de lucidez lo guía hasta la tapa de la esclusa. Se arrastra con dificultad, respirando apenas a través del suéter sostenido con la mano a la altura de la boca. Toma la argolla incrustada en el centro de la circunferencia de hierro y nada. Tira con fuerza, se embadurna las manos de sangre y óxido y nada. La tapa no cede. Está agitado. Los alvéolos pulmonares comienzan a saturarse de polvillo microscópico y el oxígeno en sangre se torna insuficiente. Aparece el dolor en el brazo izquierdo, primero a la altura de los bíceps, después extendiéndose hacia la mano y el hombro, hasta interesarle toda la parte siniestra del tronco superior. Desparramado en el piso, el viejo adquiere una sólida conciencia del infarto y agoniza fugazmente, echando putas a las madres de los zurdos. Las ratas ya están sobre él, los bichos le caminan como un muerto y los murciélagos sobrevuelan el glostora, iracundos por la interrupción del sueño matinal.
La consumada claridad del día, ahora si, filtra por el tragaluz pegado al techo inundando el cubículo, que poco a poco recupera la quietud.


Delicia está acostumbrada al silencio omnipresente, al esporádico sonido de las cosas; su cuerda interior vibra de un modo más cercano a la intuición que a la razón. Como además ha pasado una larga mitad de vida junto al patrón, alejada de otros hombres, no es difícil suponer que ha prosperado en ella un vínculo furtivo cercano al amor. Sin saber de qué se trata, como una suerte de dolor punzante localizado fuera del tiempo y el espacio mensurables, intuye el infarto del viejo.
El paso de las horas confirma lo que presiente y el dolor, sin dejar punzante, se materializa en muestra palpable, visible, audible, olfateable y degustable dimensión.
Así las cosas, llora un copioso vendaval que se extingue cerca del mediodía, dando lugar a un sexto sentido de practicidad campera, femenina, y comienza a barajar opciones para el futuro inmediato, el único posible dadas las circunstancias.
Busca el teléfono y llama a Lucas, a la casa de su hermana Elsa. Atolondrada y lacrimógena refiere lo sucedido, escucha la respuesta y aprieta tres botones hasta dar con el que corta la llamada. En una bolsa grande de la tienda El Mago mete su ropa y el rosario de madera, las alpargatas nuevas, y los zapatos de ir al pueblo. Con el bagallo aprontado cierra ventanas, llaves de luz y gas, tranca la puerta principal y sale por el fondo, esquivando un par de ponedoras que picotean las migas del desayuno. Se sienta en un banco de la galería a otear el camino, esperando la chata del cuñado.
Cuando el ford recorta el horizonte, Delicia mira por última vez el viejo tanque. Cierto séptimo sentido traspasa los muros hasta el cuerpo inerte del coronel. La despedida es como hueca, rebota en el vacío.
1ª Mención Narrativa : Certamen Literario "Pueblos Ranqueles 2009"
Paraná. Entre Ríos (Argentina)
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